Binomio fantástico: arcoiris + deprimido
Literatura infantil (Universidad de Granada, 2006)
Érase que se era un mundo de tinieblas, en donde el tiempo
tronaba en vez de pasar, en donde las gentes lloraban más que el respirar, en
donde morían niños porque sus padres los abandonaban y los hombres se mataban
los unos a los otros por pensar diferente. Érase una vez que se era un mundo de
borrachos, un mundo en el que los políticos eran comerciantes de ilusiones y un
mundo en cuyas escuelas enseñaban a envenenar. Érase un mundo de soledad,
autodestrucción y violencia. Un mundo en el que, en vez de flores, brotaban de
la tierra botellas de alcohol vacías y jeringuillas. Un mundo en el que, si no
te mataba el tabaco o el ron, lo hacía la caída libre desde el puente más alto
de la ciudad. Un mundo en el que las gentes morían en vez de dormir. Los
cuervos asediaban la ciudad y a cada
paso, una paloma cadáver se descomponía alimentando al asfalto.
El Dios del Caos y su séquito reinaron durante muchos años,
sembrando de dolor cada esquina, empujando a la decrepitud… Se infectaron
todos, menos uno, el único que era consciente de la realidad, del mal derramado
por ese ser tan despreciable y a la vez indestructible. Era un joven
superviviente llamado Jorge, de ocho años, que vivía en lo alto de un edificio
en ruinas, acurrucado entre periódicos y libros de todas las épocas que le
habían servido durante mucho tiempo de doble cobijo. Había leído mucho y disfrutaba
haciéndolo, había escrito incluso alguna que otra poesía y más de un ensayo,
pero sobretodo, había aprendido muchísimo. Se pasaba las horas pensando y
observando a la gente a través de una pequeña grieta, y sabía con exactitud lo
que se cocía en el lugar. Pero no cómo solucionarlo, y estaba claro que él solo
no podía… o eso creía él.
Un día, encontró un libro, entre tantos, que narraba la
historia de un arco iris muy especial. Y la historia empezaba así…
“… érase que se era, no ha mucho tiempo pero si
distancia, un campo de amapolas, tan
rojas como rojos rubíes sobre un mar de esmeraldas. La brisa del atardecer naranja
las mecía de un lado para otro, de lo que resultaba un vaivén de cálidos olores
y pétalos perdidos, en un siniestro sonar, como un silbido o el aullar de un
lobezno miedoso. Los últimos rayos del sol rallaban el intenso color de aquél
idílico paisaje, ahora rosado, que aguardaba con sosiego a que llegara la
noche.
Un pequeño lago, a poquitos pasos de aquel lugar,
suministraba agua a los arbustos y flores de las proximidades. Pero no era un
lago normal como otro cualquiera; ya que sus aguas movidas dibujaban enroscadas
virutas de color. Como consecuencia, todos los animales y las plantas que
bebían de él eran también especiales. La razón de todo aquello era un joven
aprendiz de arcoiris, que de tanto llorar se había desteñido por completo,
arrojando toda la viveza de sus colores al lago, y empapando a todo el que se
acercara a beber de sus aguas.
Anclado en la tierra y arropado por unos arbustos de
azucenas, el pequeño arcoiris se imaginaba una vida mejor llorando un océano de
lágrimas. Sus sollozos se hicieron eco en la inmensidad insomne y las penas
llegaron a oídos de un sinfín de animales que se fueron acercando para ver qué
pasaba, hasta rodearlo con una sinfonía caótica que le hizo volver a la
realidad…”
A estas alturas, a Jorge se le ocurrió algo que quizás
funcionaría… Había perdido toda su juventud haciendo planes para combatir el
mal que intentaba adueñarse de él, había perdido amigos y había olvidado lo que
era salir de casa para divertirse. Creyó que podría funcionar pero iba a
necesitar una paciencia de hierro. Él era el arcoiris triste y quería
solucionar las cosas, así que se puso manos a la obra y, sin perder ni una
milésima de segundo, se enfundó en un abrigo azul y unas botas rojas y salió de
casa.
Jorge entraba en las casas y se sentaba delante de los que
allí vivían, les hablaba durante mes y medio y… aquellos enfermos volvían a la
vida. Así lo hizo con todos hasta que un día, al fin, hizo de aquel mundo un
maravilloso universo en el que todos derrochaban felicidad y armonía, como al principio
del cuento que había leído.
Aquel día, los primeros rayos de luz matinales le
despertaron sin compasión, y Jorge se levantó de la cama con un extraño
sentimiento. ¿Había sido un sueño? Sí, lo era, pero era tan real… En fin, suele
pasar a menudo, que no sabes realmente cuándo despiertas o cuándo duermes y
sueñas. Efectivamente, había sido un sueño, comprobó mientras se pellizcaba en
el brazo. Abrió las ventanas; “pronto empezará la primavera”, se dijo a si
mismo mientras tomaba conciencia. Se hizo un café, muy cargado, como a él le
gustaba, y unas tostadas. Todo había pasado, había sido un sueño y ya había
pasado aunque tenía que admitir que había sido un sueño muy extraño y no
conseguía quitárselo de la cabeza. Pero debía darse prisa si no quería perder
el autobús que le llevaría a su trabajo.
Se estaba afeitando cuando tocaron a la puerta. Y oyó una
voz que lo llamaba por su nombre, fue a abrir y se encontró a una anciana que
le entregó una bolsita de tela atada con una cinta roja. La abrió mientras la
anciana se alejaba. Dentro había una nota. Se quedó de piedra al leerla y
sintió que todo le daba vueltas. Confundido, recordando aquellas palabras que
había leído y que jamás olvidaría:
“Gracias por devolverme los colores y la sonrisa; cada vez
que mires por la ventana pintaré el cristal de azul para que nunca olvides lo
bonita que es la vida”.
… y el cielo, de pronto encapotado, empezó a reír…
24 octubre 2006